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Foto del escritorDra. Mayra Gallardo

Los festejos decembrinos tienen su efecto



FESTEJOS DECEMBRINOS


Un hecho indiscutible es que los festejos decembrinos son la época del año donde parece resultar “obligatorio” reunirse con la familia, con los compañeros de trabajo o con los amigos, pese a que todo el año se está conviviendo con estos personajes de forma habitual.


Y en el mundo podemos observar todo tipo de migraciones urbanas dónde los hijos, primos, abuelas y familias enteras, parecen acatar un mandato tácito de reunirse y, tolerar de cierta forma, la felicidad y algarabía que entrañan este tipo de reuniones.


Así nos vemos empujados, incluso con una nota de literalidad, a llevarnos a jalones a convivir y a intentar demostrar una fachada de que somos mejores, que la calidad humana y los gestos amorosos podemos brindarlos más allá de lo que en verdad queremos.


Sin embargo, este esfuerzo por convivir, como lo citaba Freud, nos atrapa en un imperativo cultural que nos empuja a ir, algunas veces, en contra de la propia subjetividad y es eso lo que nos enferma: el sobre esfuerzo que, incluso inconscientemente, nos termina sometiendo.


Tan es así que nos vemos dispuestos a elegir el estrés de reuniones forzadas, embotellamientos ante el tráfico, hacer colas por conseguir una pieza más para el gran rompecabezas que implican estas cenas en particular o, incluso hasta acudir al aeropuerto con tal de tomar un avión y hacer viaje para solo pasar unas horas.


Otro afecto enlazado a estas fiestas es la depresión puesto que después de todo el esfuerzo por acudir también nos confronta con las pérdidas, con las ausencias y los vacíos, según sea el caso. El escenario está inundado de fiesta y algarabía, acentuando aún más la diferencia entre años pasados y ahora con respecto a los que ya no están. El orden la pérdida también está presente al enfrentar las limitantes económicas.


Al esta fiestas decembrinas se les antepone un efímero imaginario de la satisfacción que permite vivir y tomar distancia de la frenética cotidianidad y desespero por vivir.


¡Cómo no asociarlas entonces con estrés, presión familiar o presión económica de “tener que” gastar y, además esforzándonos por negar los conflictos preexistentes en los vínculos! Por ello, no son unos pocos casos aislados quienes lo experimentan así, la diferencia está en la manera de reconocerlo y lograr enfrentarlo para preservar la integridad física y emocional, para lograr un punto medio y no terminar borrando la individualidad. Al esforzarnos, de una u otra forma, logrará expresarse la moción original que no quería, por ejemplo: en el regalo que está maltratado y que se consiguió de ultima para “cumplir y no gastar”.


Si bien es cierto que de poder reconocer y elegir lo que en verdad queremos, tomando la responsabilidad de dicha elección, nos sentiríamos más libres, más felices de habernos comportado acorde a nuestra individualidad, liberarnos de las lealtades de la familia es un trabajo emocional que lleva su tiempo para lograr reconocernos adultos, usando nuestros recursos afectivos que nos permitan pasar un momento en lo individual -signo de integración psíquica y madurez -, libres de elegir lo que en verdad queremos y reconocer que con ello ni ofendemos ni rompemos los vínculo por en una ocasión atrevernos a pronunciar un “no”.


Sin embargo, es más “fácil” sucumbir a la repetición de patrones que ya conocemos, a la tradición volviéndose así más una “costumbre”, a los mandatos en la familia, al imperativo cultural que elegir en nombre propio…


Si bien esta época ya implicaba una gran carga emocional que enfrentar, ahora en el tiempo que nos está tocando vivir, es decir, el atravesar por una pandemia que aún no está resuelta resulta en un conflicto emocional mayor.


Tomando en cuenta lo dicho previamente, el sucumbir a ese imperativo tácito de la cultura, la tradición-costumbre, a la familia pero sobre todo a la repetición, no sólo confronta con las quejas de “tener que asistir” y someterse a ese mandato que se vive como imposible de quebrantar sino que hoy también “ayuda” a negar el riesgo real ante las reuniones en pandemia.


Usualmente, elegir un riesgo hace que parezca menor al que sentimos que nos imponen desde el exterior. Así, podemos elegir acudir a un aeropuerto y negar o minimizar el riesgo que sentimos proviene del exterior ante la pandemia.


Desafortunadamente, la mayoría en el mundo está viviendo un imaginario que, si bien los reconforta resulta una defensa maniaca: donde se devalúa la seriedad que tiene la pandemia, se triunfa sobre ella y, omnipotentemente, se continúa como vencedores de un reto incomensurable ¿Tranquilizador? Sí, como toda defensa, pero sólo es como haberle “tomado la medida a la pandemia” y relajar las medidas de seguridad, es dejarse de cuidar.


Relajamos la seguridad en tanto insistir en recuperar lo que teníamos en 2019 y tratar de continuar la vida negando el impacto emocional que implica reconocer que, ante la pandemia, tenemos que enfrentar hacernos cargo de una nueva realidad; en insistir en reuniones, en negar el estrés inherente al ajetreo que implica forzar la convivencia cuando vamos a ciegas del riesgo de contagio; apostarle a mal entender la función de la vacuna y funcionar como si una vez vacunados nos hubiera dado la “inmortalidad” y sostener una falsa sensación de seguridad olvidando que una vez vacunados era seguirse cuidándose igual para no contagiar a alguien más; negar las dificultades económicas que procrastinamos enfrentar -ya será la queja para el crudo despertar después de el Año Nuevo-; angustiosamente buscar cumplir con el imperativo tácito cultural que nos empuja a convivir; dar por hecho que puesto que “es familia” el encuentro será seguro y ni por enterados estamos que uno de los mayores riesgos de contagio es el intrafamiliar.


De ninguna manera, se trataba de renunciar a los vínculos familiares o sociales, sino de aceptar que esta ocasión necesitaba de medidas extraordinarias para enfrentar una situación extraordinaria, el poder ser realistas no es para caer en pánico ni en la desesperanza sino es para poder cuidarnos mejor y cuidar con ello a los nuestros.


Recuerda que es innecesario llevarnos el impacto emocional de contagiarnos o de ver a los nuestros enfermos, además de en el momento enfrentar la incertidumbre de cómo puede evolucionar es un desgaste mayor. A ello, hay que agregarle otra fuente de estrés: el costo económico que conlleva enfermar.


Todas las elecciones que hacemos en la vida implican un costo, habrá algunas que sean gratas pero ninguna es gratuita. Ante el tiempo que nos está tocando vivir, resulta menos costoso -emocionalmente hablando- renunciar a la tradición, a la costumbre, a una cena-fiesta y a los regalos para cuidarnos mejor que sucumbir ante ello.


Hablar del malestar que nos provoca vivir, no es un tema fácil, mejor evadirlo pero por no nombrarlo deja de existir. Al contrario, parafraseando a Freud, es reconocer que si el principio de placer es irrealizable, podemos aún optar por alternativas que nos acerquen al él y nos permitan preservarnos mejor.

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